miércoles, 10 de noviembre de 2021

El error de la aceptación de lo campechano

por Javier Bleda 

Cuando alguien es el jefe de la tribu debe dar ejemplo, porque para canallas ya es suficiente conmigo. Desde su designación por Franco, con quien ya había jurado los principios fundamentales del Movimiento, Juan Carlos de Borbón supo que sería el heredero, no de la herencia dinástica real, sino del caudillo, porque cuando alguien obtiene algo haciendo trampas, pasando por encima de un protocolo hereditario que se pierde en la noche de los tiempos, e incluso traicionando a su propio padre, suele ser muy consciente de lo que está haciendo. 

Ya la democracia lo debía haber desechado por ser fruto de la perversión caprichosa de un dictador, e igual que Franco se quitó de encima a Jose Antonio como máximo competidor, los españoles de bien, incluso los de mal como yo, y también los que se habían tenido que tragar su nombramiento por acatamiento al Régimen, o los que pensaban que la libertad de pensamiento quedaría mejor adornada por un putero que portaba el Toisón de oro, todos nos tendríamos que haber puesto de acuerdo para, antes que votar una constitución hecha en nombre de este individuo, haber aclarado si estábamos dispuestos a mantenerlo y a cerrar el pico aceptando durante décadas las campechanadas de quien pretendía anteponer el derecho de pernada al Derecho jurídico.

No seré yo quien diga que una república es mejor que una monarquía, porque la cosa política está tan denostada, tan putrefacta, que tanto montaría, montaría tanto, lo uno como lo otro, pero sí que alzo la voz por la imbecilidad corporativa que, como españoles, nos afecta al reírle las gracias a nuestro ahora jefe emérito de la tribu. Y el caso es que, de no haber dejado tantos muertos por el camino, de no haber abusado tanto de su condición, de no haber prevaricado hasta el infinito por muy inmune que fuera, de no haber robado fondos reservados que debían ser para cosas importantes y no para sus putas, amantes y otras mujeres de dudosa reputación internacional, lo mismo hasta podríamos calificarlo de gracioso y con esa excusa guardar, como hemos guardado, un silencio tan constitucional como prostitucional. Pero no, gracioso era Pedro Reyes, que sin tener nada que ver con la monarquía, a pesar de su apellido, hacía un humor tan surrealista como el hecho monárquico bajo la corona de Juan Carlos I. 

Si es que alguien llega a leer este artículo, tal vez podría preguntarse si no estaré exagerando al escribir que el monarca emérito ha dejado muertos por el camino, o incluso si no se trata de una licencia literaria, pero no, no hay exageración ni licencia que valgan, Juan Carlos I ha dejado muertos por el camino, al menos uno no nato y otros muchos víctimas de los GAL toda vez que arropó a Felipe González, igual que antes arropó a Adolfo Suárez, en la guerra sucia del Estado contra el terrorismo, y quien arropa es cómplice. 

No es que mis deseos para los etarras sean precisamente de paz y amor, pero quien les acusa de provocar dolor y estar fuera de la ley no puede actuar de la misma manera, primero porque entonces no jugamos a buenos y malos, sino a todos malos, y segundo porque la mayor parte de los fondos dedicados a ese terrorismo de Estado fueron a parar a los bolsillos de quienes se erigieron como salvadores de la democracia, siendo al final como las putas, todo por el dinero en lugar de todo por la patria. Lo mismo por eso se sentían impunes, porque jugaban en la misma liga que el jefe del Estado. 

El general Emilio Alonso Manglano, que fuera responsable de los servicios secretos, nos aporta desde el más allá las anotaciones de su diario, recogidas estratégicamente en el libro El jefe de los espías por mis colegas Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote, en las que, además de descalificarse a sí mismo como militar por haber ultrajado el uniforme que debía honrar acatando el pago de las fulanas del Rey, ahora emérito, con fondos reservados, también nos muestra de manera detallada cómo la corrupción afecta al Estado a nivel estructural, y cuando la podredumbre se apodera de un edificio al final la verticalidad se pierde para convertirse en un montón de escombros de los que no pueda rescatarse ni una triste corona. 

Estas anotaciones de quien conoce perfectamente el inframundo del Estado deberían ser de lectura obligada por la población, las autoridades sanitarias tendrían regalar un ejemplar del libro con cada tercera dosis de la vacuna del Covid, porque es a partir del conocimiento de las cosas que podremos salir de una ceguera intelectual que nos ha llevado a cometer un gran error como nación, el error de la aceptación de lo campechano como animal de compañía. 

*Sobre mí.

 

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