Por Javier Bleda
Un buen amigo, cuyo mejor criterio suelo tener en alta consideración, me dijo hace poco que por qué seguía hablando de Sandra Mozarowsky en relación al rey Juan Carlos siendo que se trataba de un hecho ocurrido hace 48 años y, por supuesto, ya prescrito, aunque en este caso no es necesaria la prescripción porque el Rey por aquél entonces ya era inviolable e inimputable, según la Constitución recién aprobada (lo de “inimputable quiere decir que no se le podía imputar por delito alguno, no confundir con el hecho de que pudieran no gustarle las meretrices, porque sí le gustaban).
Mi amigo también añadió que, hoy en día, la mayor parte de la población ya ni se acuerda de quién era esa chica y pasan de los pinitos que pudiera hacer el ahora emérito porque ya están aburridos de los asuntos de bragueta de Casa Real.
Es cierto que ya estamos tan amedrentados con las nuevas amenazas, incluso con la angustia de si en el kit de supervivencia europeo tendremos que meter preservativos u otros rudimentos mecánicos para el placer, que algo ocurrido hace casi medio siglo puede parecer extemporáneo, pero lo cierto es que hay muchas personas que quieren saber, que no se conforman con el olvido y que, a pesar de que la incertidumbre actual es preocupante, no quieren dejar de estar al tanto de ciertas acciones cuya etiología podría estar asentada sobre el que se supone debiera ser el pilar más ejemplarizante del Estado: el Rey.
Andrés Casinello, quien fuera director del SECED durante la transición, y hombre para “todo” de Adolfo Suárez, dijo en una entrevista que: “Algunas cosas es mejor que no se sepan nunca”. Hay frases cuya trascendencia depende no solamente de su contenido, sino de quién las dice, y cuando mezclamos ambas cosas la situación puede ser explosiva. El SECED no era un juego de la señorita Pepis, sino los servicios secretos de la dictadura, o al menos uno de ellos, y desde luego no se andaban con tonterías cuando necesitaban conseguir algo, eso de la autorización judicial se lo pasaban por el forro, igual que los de ahora, que sí que lo tienen muy en cuenta, pero también siguen haciendo lo que quieren. Es por esto, porque en aquellos tiempos difíciles de inicios de la democracia todavía perduraban los servicios secretos franquistas, y aunque después cambiaron de nombre tampoco es que la cosa fuera muy diferente más allá de las siglas, que esta frase tiene su aquél siendo que fue dicha por quien llegó a ser militar de muy alto rango. Es evidente que si algunas cosas “es mejor que no se sepan nunca” será porque no fueron ajustadas a Derecho o, como mínimo, al comportamiento justo que uno espera de las autoridades que deben proteger a la ciudadanía en lugar de someterla. Pero así eran las cosas entonces y por ello no es de extrañar que un ser mayestático, en su inviolabilidad constitucional y su cuasi convencimiento de que el derecho de pernada seguía siendo potestad de los poderosos, hiciera lo que le diera la real gana, incluso si el antojo era abusar de una niña menor de edad, dejarla embarazada y después ir lloriqueando a su jefe de la Casa Real, el marqués de Mondejar, que ya estaba hasta las narices de los caprichos de Su majestad, para que le sacara las castañas del fuego.
He escrito un libro sobre este caso titulado Su Majestad Sandra Mozarowsky, la reina rota del cine español, donde cuento con todo lujo de detalles cómo se desarrollaron los acontecimientos a partir del relato de un gran periodista, Antonio Izquierdo, último director del periódico El Alcázar. Este periódico era el bunker en el que se refugiaban periodísticamente militares, policías, agentes secretos y todas las personas afectas al régimen de Franco y a su posterior coexistencia con la democracia. Antonio tenía información de primera mano de todo lo que pasó con el caso de Sandra y los efectos colaterales posteriores que se llevaron a varias personas por delante. Cada día alternaba con esas gentes de placa y pistola quienes, una vez bien empapados de alcohol barato, no tenían el más mínimo reparo en contar sus proezas asesinas o conspirativas.
Este libro contiene muchos datos para situar al lector en el contexto temporal, porque de lo contrario resultaría difícil llegar a comprender cómo pudieron darse semejantes conductas del Rey para abajo. A pesar de las múltiples advertencias recibidas por mi entorno amical y profesional más cercano, no he tenido el más mínimo reparo en hacer públicas las investigaciones de mi amigo y colega Antonio Izquierdo, ampliadas por otras mías que reforzaban el relato. Quien quiera puede leer este libro y formarse su propia opinión, incluso puede no estar de acuerdo con el relato o pedir, fantasiosamente, que se aporten papeles que sustenten una operación de Estado donde las cloacas dieron lo mejor de sí mismas. Papeles, ¿Qué papeles? ¿alguien iba a hacer un informe de las cosas que hubo que hacer para salvar una monarquía, cuyo estandarte parecía haberse convertido en un cipote real, porque eso era lo que representaba el Rey? ¿de verdad alguien puede pensar que lo que hicieron con Sandra, lo que después hicieron con un capitán de la Policía Armada, lo que se hizo con los GRAPO, con un pobre taxista del norte que también murió y, presumiblemente, con los dos pringaos que eliminaron a Sandra por entender mal el encargo, todos ellos relacionados con el caso del bastardo real en el vientre de la Mozarowsky, quedaría fielmente reflejado en informes policiales o de los servicios secretos?
Así empieza mi libro: Era una tarde de septiembre de 1997 cuando estaba con el jefe de archivo del diario Ya, Ricardo Argibay, buscando alguna imagen que pudiera servirnos para ilustrar una noticia de portada, estábamos en plena guerra de medios con El Mundo en relación al vídeo sexual de Pedro J. Ramírez y en aquellos momentos todavía le era posible sostener la teoría de que no era él quien salía en ese vídeo y se trataba de un montaje.
En lo que sí tenía razón era en que el vídeo estaba hecho desde las cloacas de Interior y con la participación obligada de los servicios secretos, y es que los primeros habían amenazado públicamente al director de El Mundo con tirar de la manta de sus extrañas aficiones sexuales si se le ocurría publicar algo relacionado con la Operación Mengele, a partir de la cual, los espías, secuestraban mendigos para experimentar narcóticos con ellos y que después les sirvieran para secuestrar algún jefe de ETA. Al final todo explotó y el propio Pedro J reconoció en sede judicial que, efectivamente, sí era él quien aparecía en el vídeo y se armó una gorda.
Ricardo era una biblioteca con piernas, sus conocimientos de la historia reciente de nuestro país me resultaban increíbles, por eso cada vez que me tocaba ir al archivo lo hacía con dos cafés, tirarle de la lengua era mejor que cualquier escuela de periodismo conocida. Esa tarde, ignoro por qué motivo, igual porque hablar de Pedro J. retrotrajo a Ricardo a los tiempos del destape en España, cuando el país pasó de una actitud social casi monástica, a bañarse en las escandalosas y procelosas aguas del destape femenino en películas, revistas y hasta algún periódico, el jefe de archivo se me acercó al oído, pero guardando las consabidas distancias, porque Ricardo era muy correcto, y me dijo «Director, ¿has oído hablar de una actriz que se llamaba Sandra Mozarowsky?». Me quedé pensando unos instantes, porque a veces es mejor escarbar un poco en la memoria antes de dar cualquier tipo de respuesta, y le dije que no tenía ni idea de quién podía ser esa mujer.
Ricardo me contó, con todo lujo de detalles, que Sandra era una actriz bellísima que se inició en el mundo del cine coincidiendo con la época del destape, cuando el franquismo, o mejor dicho, cuando Franco estaba cerca del final, porque el franquismo como ente todavía tenía mucho camino por recorrer. Me dijo que las películas en las que participó esta chica eran entre mediocres y malas, y que su presencia en ellas se limitaba poco más que a mostrar su cuerpo desnudo pero que, a pesar de todo, las películas hacían buena caja y ella tenía un nombre que se estaba haciendo un hueco en los medios de comunicación. En un momento determinado de nuestra conversación, y cuando yo pensaba que los detalles escabrosos ya habían sido mencionados al haberme dado detalles de algunas escenas peliculeras de Sandra, Ricardo bajó la voz, como pensando que podía haber micrófonos ocultos, se aproximó un poco más y me dijo: «En 1977 la tiraron por el balcón de su casa porque estaba embarazada del Rey y no quería abortar.
Además era solo una niña, tenía 17 años cuando Juan Carlos empezó a estar con ella y murió con 18 años, siendo menor de edad todavía, porque en aquellos tiempos la mayoría de edad era a los 21 años».
Sandra Mozarowsky, y tantos otros muertos contra su voluntad, tienen derecho a no ser olvidados, pero sobre todo tienen un derecho superior a que se sepa la verdad de lo ocurrido. En el caso de Sandra no hubo accidente, no hubo mareo, no hubo suicidio, sino una operación de Estado para intentar solucionar un problema real que se les fue de las manos. Murió Sandra estrellada contra el asfalto al mismo tiempo que también lo hizo el bastardo real de cinco meses que llevaba en su vientre. Por primera vez, en un documental sobre el caso emitido por el canal Ten Televisión, una cuñada de Tatiana, la hermana de Sandra, reconoce públicamente que Tatiana les dijo que su hermana estaba embarazada de cinco meses cuando murió.
He escrito este libro para dejar constancia de que los hechos reales de Sandra Mozarowsky no forman parte de uno más de los escarceos de un coronado que vivía en un permanente estado de excitación, como esos monos de los documentales que no paran de masturbarse, y sobre todo lo he escrito porque a Sandra se la quitaron de encima cuando empezó a sentir la vida en su cuerpo y acordó consigo misma que abortar no era compatible con el hecho de querer ser madre. He escrito este libro porque alguien tenía que asumir el riesgo de contar las cosas tal y como ocurrieron. Y, sobre todo, he escrito este libro porque no puede haber nadie que esté por encima de los demás con la patente de corso de una inimputabilidad reinante, haga lo que haga, y además tenga la poca vergüenza de reclamar respeto para su honor cuando él mismo no respetaba al pueblo que, con tanta ignorancia, aplaudía, y aplaude, una personalidad patológica travestida de campechanía.
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