viernes, 2 de mayo de 2025

A propósito de un libro: Su Majestad Sandra Mozarowsky

Por Javier Bleda   

Un buen amigo, cuyo mejor criterio suelo tener en alta consideración, me dijo hace poco que por qué seguía hablando de Sandra Mozarowsky en relación al rey Juan Carlos siendo que se trataba de un hecho ocurrido hace 48 años y, por supuesto, ya prescrito, aunque en este caso no es necesaria la prescripción porque el Rey por aquél entonces ya era inviolable e inimputable, según la Constitución recién aprobada (lo de “inimputable quiere decir que no se le podía imputar por delito alguno, no confundir con el hecho de que pudieran no gustarle las meretrices, porque sí le gustaban).  

Mi amigo también añadió que, hoy en día, la mayor parte de la población ya ni se acuerda de quién era esa chica y pasan de los pinitos que pudiera hacer el ahora emérito porque ya están aburridos de los asuntos de bragueta de Casa Real.  

Es cierto que ya estamos tan amedrentados con las nuevas amenazas, incluso con la angustia de si en el kit de supervivencia europeo tendremos que meter preservativos u otros rudimentos mecánicos para el placer, que algo ocurrido hace casi medio siglo puede parecer extemporáneo, pero lo cierto es que hay muchas personas que quieren saber, que no se conforman con el olvido y que, a pesar de que la incertidumbre actual es preocupante, no quieren dejar de estar al tanto de ciertas acciones cuya etiología podría estar asentada sobre el que se supone debiera ser el pilar más ejemplarizante del Estado: el Rey. 

Andrés Casinello, quien fuera director del SECED durante la transición, y hombre para “todo” de Adolfo Suárez, dijo en una entrevista que: “Algunas cosas es mejor que no se sepan nunca”. Hay frases cuya trascendencia depende no solamente de su contenido, sino de quién las dice, y cuando mezclamos ambas cosas la situación puede ser explosiva. El SECED no era un juego de la señorita Pepis, sino los servicios secretos de la dictadura, o al menos uno de ellos, y desde luego no se andaban con tonterías cuando necesitaban conseguir algo, eso de la autorización judicial se lo pasaban por el forro, igual que los de ahora, que sí que lo tienen muy en cuenta, pero también siguen haciendo lo que quieren. Es por esto, porque en aquellos tiempos difíciles de inicios de la democracia todavía perduraban los servicios secretos franquistas, y aunque después cambiaron de nombre tampoco es que la cosa fuera muy diferente más allá de las siglas, que esta frase tiene su aquél siendo que fue dicha por quien llegó a ser militar de muy alto rango. Es evidente que si algunas cosas “es mejor que no se sepan nunca” será porque no fueron ajustadas a Derecho o, como mínimo, al comportamiento justo que uno espera de las autoridades que deben proteger a la ciudadanía en lugar de someterla. Pero así eran las cosas entonces y por ello no es de extrañar que un ser mayestático, en su inviolabilidad constitucional y su cuasi convencimiento de que el derecho de pernada seguía siendo potestad de los poderosos, hiciera lo que le diera la real gana, incluso si el antojo era abusar de una niña menor de edad, dejarla embarazada y después ir lloriqueando a su jefe de la Casa Real, el marqués de Mondejar, que ya estaba hasta las narices de los caprichos de Su majestad, para que le sacara las castañas del fuego.   

He escrito un libro sobre este caso titulado Su Majestad Sandra Mozarowsky, la reina rota del cine español, donde cuento con todo lujo de detalles cómo se desarrollaron los acontecimientos a partir del relato de un gran periodista, Antonio Izquierdo, último director del periódico El Alcázar. Este periódico era el bunker en el que se refugiaban periodísticamente militares, policías, agentes secretos y todas las personas afectas al régimen de Franco y a su posterior coexistencia con la democracia. Antonio tenía información de primera mano de todo lo que pasó con el caso de Sandra y los efectos colaterales posteriores que se llevaron a varias personas por delante. Cada día alternaba con esas gentes de placa y pistola quienes, una vez bien empapados de alcohol barato, no tenían el más mínimo reparo en contar sus proezas asesinas o conspirativas. 

Este libro contiene muchos datos para situar al lector en el contexto temporal, porque de lo contrario resultaría difícil llegar a comprender cómo pudieron darse semejantes conductas del Rey para abajo. A pesar de las múltiples advertencias recibidas por mi entorno amical y profesional más cercano, no he tenido el más mínimo reparo en hacer públicas las investigaciones de mi amigo y colega Antonio Izquierdo, ampliadas por otras mías que reforzaban el relato. Quien quiera puede leer este libro y formarse su propia opinión, incluso puede no estar de acuerdo con el relato o pedir, fantasiosamente, que se aporten papeles que sustenten una operación de Estado donde las cloacas dieron lo mejor de sí mismas. Papeles, ¿Qué papeles? ¿alguien iba a hacer un informe de las cosas que hubo que hacer para salvar una monarquía, cuyo estandarte parecía haberse convertido en un cipote real, porque eso era lo que representaba el Rey? ¿de verdad alguien puede pensar que lo que hicieron con Sandra, lo que después hicieron con un capitán de la Policía Armada, lo que se hizo con los GRAPO, con un pobre taxista del norte que también murió y, presumiblemente, con los dos pringaos que eliminaron a Sandra por entender mal el encargo, todos ellos relacionados con el caso del bastardo real en el vientre de la Mozarowsky, quedaría fielmente reflejado en informes policiales o de los servicios secretos?  

Así empieza mi libro: Era una tarde de septiembre de 1997 cuando estaba con el jefe de archivo del diario Ya, Ricardo Argibay, buscando alguna imagen que pudiera servirnos para ilustrar una noticia de portada, estábamos en plena guerra de medios con El Mundo en relación al vídeo sexual de Pedro J. Ramírez y en aquellos momentos todavía le era posible sostener la teoría de que no era él quien salía en ese vídeo y se trataba de un montaje.    

En lo que sí tenía razón era en que el vídeo estaba hecho desde las cloacas de Interior y con la participación obligada de los servicios secretos, y es que los primeros habían amenazado públicamente al director de El Mundo con tirar de la manta de sus extrañas aficiones sexuales si se le ocurría publicar algo relacionado con la Operación Mengele, a partir de la cual, los espías, secuestraban mendigos para experimentar narcóticos con ellos y que después les sirvieran para secuestrar algún jefe de ETA. Al final todo explotó y el propio Pedro J reconoció en sede judicial que, efectivamente, sí era él quien aparecía en el vídeo y se armó una gorda.   

Ricardo era una biblioteca con piernas, sus conocimientos de la historia reciente de nuestro país me resultaban increíbles, por eso cada vez que me tocaba ir al archivo lo hacía con dos cafés, tirarle de la lengua era mejor que cualquier escuela de periodismo conocida. Esa tarde, ignoro por qué motivo, igual porque hablar de Pedro J. retrotrajo a Ricardo a los tiempos del destape en España, cuando el país pasó de una actitud social casi monástica, a bañarse en las escandalosas y procelosas aguas del destape femenino en películas, revistas y hasta algún periódico, el jefe de archivo se me acercó al oído, pero guardando las consabidas distancias, porque Ricardo era muy correcto, y me dijo «Director, ¿has oído hablar de una actriz que se llamaba Sandra Mozarowsky?». Me quedé pensando unos instantes, porque a veces es mejor escarbar un poco en la memoria antes de dar cualquier tipo de respuesta, y le dije que no tenía ni idea de quién podía ser esa mujer.   

Ricardo me contó, con todo lujo de detalles, que Sandra era una actriz bellísima que se inició en el mundo del cine coincidiendo con la época del destape, cuando el franquismo, o mejor dicho, cuando Franco estaba cerca del final, porque el franquismo como ente todavía tenía mucho camino por recorrer. Me dijo que las películas en las que participó esta chica eran entre mediocres y malas, y que su presencia en ellas se limitaba poco más que a mostrar su cuerpo desnudo pero que, a pesar de todo, las películas hacían buena caja y ella tenía un nombre que se estaba haciendo un hueco en los medios de comunicación. En un momento determinado de nuestra conversación, y cuando yo pensaba que los detalles escabrosos ya habían sido mencionados al haberme dado detalles de algunas escenas peliculeras de Sandra, Ricardo bajó la voz, como pensando que podía haber micrófonos ocultos, se aproximó un poco más y me dijo: «En 1977 la tiraron por el balcón de su casa porque estaba embarazada del Rey y no quería abortar.   

Además era solo una niña, tenía 17 años cuando Juan Carlos empezó a estar con ella y murió con 18 años, siendo menor de edad todavía, porque en aquellos tiempos la mayoría de edad era a los 21 años». 

Sandra Mozarowsky, y tantos otros muertos contra su voluntad, tienen derecho a no ser olvidados, pero sobre todo tienen un derecho superior a que se sepa la verdad de lo ocurrido. En el caso de Sandra no hubo accidente, no hubo mareo, no hubo suicidio, sino una operación de Estado para intentar solucionar un problema real que se les fue de las manos. Murió Sandra estrellada contra el asfalto al mismo tiempo que también lo hizo el bastardo real de cinco meses que llevaba en su vientre. Por primera vez, en un documental sobre el caso emitido por el canal Ten Televisión, una cuñada de Tatiana, la hermana de Sandra, reconoce públicamente que Tatiana les dijo que su hermana estaba embarazada de cinco meses cuando murió.   

He escrito este libro para dejar constancia de que los hechos reales de Sandra Mozarowsky no forman parte de uno más de los escarceos de un coronado que vivía en un permanente estado de excitación, como esos monos de los documentales que no paran de masturbarse, y sobre todo lo he escrito porque a Sandra se la quitaron de encima cuando empezó a sentir la vida en su cuerpo y acordó consigo misma que abortar no era compatible con el hecho de querer ser madre. He escrito este libro porque alguien tenía que asumir el riesgo de contar las cosas tal y como ocurrieron. Y, sobre todo, he escrito este libro porque no puede haber nadie que esté por encima de los demás con la patente de corso de una inimputabilidad reinante, haga lo que haga, y además tenga la poca vergüenza de reclamar respeto para su honor cuando él mismo no respetaba al pueblo que, con tanta ignorancia, aplaudía, y aplaude, una personalidad patológica travestida de campechanía.  

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martes, 21 de enero de 2025

El del 47


Por Javier Bleda 

Adolfo Carretero Sánchez, más conocido por “el del 47” por ser juez de Instrucción de este juzgado de Madrid, es el juez encargado de instruir el caso de la actriz Elisa Mouliaá contra Iñigo Errejón por un presunto delito de agresión sexual. 

En los juzgados de Plaza de Castilla se le conoce como "el del 47”, y he leído en alguna parte que a otro juez de su misma asociación, la Francisco de Vitoria, lo criticó en un congreso con "mala educación, de forma hiriente y aberrante". Por otra parte, otros señalan que Carretero tiene tendencia a evocar la figura de su padre, también juez, pero de más alto escalafón y ya fallecido, reforzando con ello sus argumentos, se supone que legales, en los debates congresuales. ¿Tendencia a mencionar a papá para llevar la razón? ¡Qué cosas, a veces la infancia se queda anclada de tal manera que luego no se sabe muy bien dónde acaba el niño y comienza el adulto! 

En una entrevista del periodista Ángel López Sánchez publicada en marzo de 1995 en el semanario Canfali de Valdepeñas, siendo Carretero Juez Titular del juzgado número 2 de la localidad, decía lo siguiente: “No es bueno que el juez salga constantemente en los medios de comunicación; el juez debe estar en el término medio, que es donde está la virtud”. Esta sí que es buena, pero evidentemente es una parida perdonable, porque estando en Valdepeñas, productores de vino a gran escala, incluso sin beber los efluvios ambientales pueden llevar a decir estas cosas del término medio y la virtud de un juez, algo que en el caso de Carretero no parece casar con su hacer togado actual, a no ser que en aquellos tiempos fuera un joven vibrante de esos que todavía creía en la Justicia. 

En 2013 la Audiencia de Madrid archivó por unanimidad la denuncia del ínclito presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, contra la periodista de la SER, Pilar Velasco, a la que acusaba de un delito de descubrimiento y revelación de secretos al difundir un vídeo de un viaje de González a Cartagena de Indias siendo entonces vicepresidente de la Comunidad. El vídeo demostraba que el político madrileño estaba siendo espiado y se le veía junto a otras dos personas portando bolsas de plástico. 

En el auto de archivo los magistrados de la Audiencia Provincial esgrimían que, aunque la intimidad del político se viera afectada "la noticia cumple con los requisitos de veracidad e interés general o relevancia pública de la información" y que la difusión de esta información "no debe dar lugar a la respuesta penal ya que el derecho de información debe tener un amplio y generoso espacio en el que desenvolverse sin angosturas", añadiendo que "ha de primar el derecho a la información frente a la intimidad y a la propia imagen" de Ignacio González, por tratarse de un viaje que "era oficial" y las grabaciones fueron realizadas "en espacios públicos". 

Pero esto del auto de archivo de la Audiencia Provincial es lo de menos en el caso que nos ocupa, lo interesante fue el voto concurrente particular de uno de los magistrados, concretamente de Juan José Ortega, criticando abiertamente al que había sido juez instructor del caso, el del término medio y la virtud, Adolfo Carretero. El magistrado Ortega destacaba que "no puedo dejar de referirme al riesgo que para la libertad de prensa produce el mismo hecho de la imputación, si ésta carece del debido fundamento". 

"No solo puede provocar un efecto desalentador capaz de hacer que el periodista evite difundir informaciones que comprometan su seguridad, sino también, como ha sucedido en este caso, que su derecho a guardar el secreto de sus fuentes informativas se haya visto seriamente afectado, al haberse visto obligada la periodista a soportar múltiples requerimientos para que las revelase". 

"En mi opinión, constituye un serio motivo de preocupación que la imputación de la periodista haya servido para propiciar un interrogatorio que, por la forma en que ha sido conducido, la ha expuesto a verse forzada a revelar sus fuentes informativas, una de las más importantes garantías con que cuenta una prensa libre en una sociedad democrática".  

Visto lo visto, y que la manera de actuar del juez Carretero no solamente no ha cambiado, sino que incluso ha ido a peor, como si en lugar de impartir justicia se pretendiera introducir una suerte de justicia patológica, ahora nos encontramos con la novedad de que el juez, como los cirujanos antes de una operación, advierte a la persona a interrogar, en este caso la presunta víctima Elisa Mouliaá, de los efectos adversos que puede llegar a tener la intervención, y así le dice: “Le aviso de que algunas preguntas serán inconvenientes y pueden ser molestas, pero no tiene más remedio que contestarlas”. Es aquí donde, precisamente, se esconde el secreto del togado, en esta advertencia previa para dar pábulo a su juego jurídicamente deslenguado y absolutamente inadmisible, a partir del cual tendrá licencia de corso para humillar legalmente a la interrogada sin que en ello se pueda ver en él cualquier tipo de desequilibrio mental, acoso o ínfulas de vanidad pretenciosa.  

No deja de tener su aquél que un juez cualquiera, por imperativo legal, o porque antes de ponerse la toga haga una ouija invocando el sagrado espíritu parental del mayor conocimiento, pueda joder la vida a quien tenga delante que además, casualmente, es quien paga su puto sueldo, porque los jueces, los fiscales, e incluso la madre que los parió, son funcionarios públicos que no están, ni pueden estar, por encima de nada ni de nadie, por mucho que eso de ser uno de los tres poderes del Estado les provoque un placer eyaculador de tal calado que las puñetas blancas de su uniforme negro se pongan erectas como si hubieran esnifado una sobredosis de almidón.   

No entro ni salgo en el hecho juzgado, pero no me parece de recibo que una mujer que se sintió zaherida en lo más íntimo por un político perturbador, que jugaba a los médicos con el difunto presidente de Venezuela junto a sus ya no colegas Iglesias y Monedero, tenga que verse humillada, teniendo o no razón en su denuncia, por un machote de tres al cuarto que invoca la virtud del término medio mientras vapulea los más elementales derechos de la ciudadanía, como por ejemplo el del honor y el de una Justicia justa. 

Dicen que la burla es una expresión de inseguridad que afecta a todos los maltratadores verbales. Tienen baja estima y sienten miedo, por eso necesitan descalificar y burlarse de los demás ocultando así su miedo interno y su propia inseguridad. 

En la revista digital Psicomentando leo un artículo de la psicóloga Gabriela Millaman Rickert (por entonces estudiante avanzada) titulado ¿Por qué hay personas que humillan al resto y siempre quieren destacar? El artículo empieza así: “El sentimiento de humillación es algo que nos sucede a todos alguna vez y en diferentes situaciones. Cuando se trata de anécdotas desafortunadas, es probable que te quede una sensación de vergüenza que eventualmente pasará. Pero cuando alguien te humilla de forma cruel, puede marcarte de por vida”. 

La autora habla de las tres perspectivas del sentimiento de humillación, por una parte las emociones negativas provocadas por la herida de la humillación y, por otra “cuando una persona humilla a otra también puede entenderse desde el acto de ejercer maltrato. El acto de humillar a otros para sentirse importante se puede observar en diversas formas de sadismo”.  

También añade MIllaman una tercera perspectiva del cómplice de la humillación, ya que no suele tenerse en cuenta. Estas personas tienen gran valor al momento de detener o hacer frente a un acto humillante. ¿De verdad que no había nadie en la sala con el valor suficiente como para frenar al juez del término medio llamándole al orden, incluso si ello pudiera suponer una amonestación? Los cómplices por dejadez de las humillaciones son tan perversos como quien las ejecuta. ¡Y pensar que el abogado de la presunta víctima ha manifestado que la dureza del juez puede incluso llegar a beneficiarles! Se nota que no era a él a quien estaban desnudando. 

Sin embargo, es trayendo a colación al psicoanalista austriaco Alfred Adler donde la autora de este artículo aporta las verdaderas pistas para conocer más sobre la figura de quien ejerce la figura de humillador: “Alfred Adler propuso una teoría que revolucionó la manera de comprender la personalidad y ayudó a estudiar acerca de aquellas personas que humillan a su pareja, sus amigos, familiares, etc. 
A la teoría de Alfred Adler se le denomina Psicología Individual, en cuya base se encuentra el principio del complejo de inferioridad y superioridad. La psicología individual de Adler postula que existe un sentimiento o complejo de inferioridad en la motivación humana, que nos provoca la aspiración de compensarlo todo el tiempo.
 

Y, más adelante, añade que la teoría de Alfred Adler plantea que "las personas con sintomatología neurótica tienen un fuerte sentimiento inconsciente de huir del complejo de inferioridad, que se traduce en el afán de ser superiores a los demás a toda costa, junto con la búsqueda de poder y prestigio. Alfred Adler los llama neuróticos egocéntricos y podría ayudar a explicar la mente de aquella persona que le gusta humillar a los demás. Esta teoría refuerza la idea de que, en algunas ocasiones, las personas con baja autoestima tienden a humillar a los demás”.  
 
 
Buscando en Internet más información sobre esto de las personas que disfrutan humillando a los demás encuentro en la revista digital Psicología y Mente, del 3 de febrero de 2017, que el psicólogo Oscar Castillero Mimenza escribió con el título: Perfil Psicológico del pederasta: 8 rasgos y actitudes en común. Tengo que aclarar que al principio me resultó extraño este resultado, porque yo no buscaba nada relacionado con pederastas, pero al leer el artículo del psicólogo, y especialmente los puntos tres y ocho, pude darme cuenta que lo que unía a unos y otros era concretamente la falta de empatía y la tendencia a autojustificarse. 

3- Falta de empatía. Si bien podría incluirse en el apartado anterior, esta característica merece una mención especial, y es que por norma general los pederastas tienen una considerable falta de empatía, en el sentido que no son capaces de conectar con el sufrimiento que su actuación genera en el menor atacado o eligen voluntariamente ignorar este hecho. Sin embargo, esa falta de empatía suele expresarse en algunos casos, no en todos los tipos de relaciones sociales que mantienen. De algún modo, dejan de empatizar con ciertas personas a conveniencia, dependiendo de sus propósitos o motivaciones. 

8. Tienen a autojustificarse. “Por norma general los pederastas tienden a minimizar la importancia del acto o los daños causados a la víctima. Con frecuencia indican que la relación no es dañina para el menor, es aceptada y/o deseada por éste o que existe una vinculación afectiva que legitima el acto, no existiendo remordimiento por el abuso cometido”. 

Es decir, empatía cero y creencia de que el acto de la humillación está legitimado. Y con esto no quiero plantear al lector que pudiera estar dando a entender que gustar de humillar a los demás y ser pederasta sea lo mismo, sino que hay puntos de coincidencia en la manera de actuar.  Dejemos las cosas claras.

A pesar de todo, lo que manda huevos (Güevos que diría Federico Trillo), es que el juez instructor Carretero, después de su vergonzante manera de actuar con una presunta víctima de agresión sexual, a la que volvió a revictimizar, todavía tuviera la cara dura de decirleDiríjase a la sala con respeto y educación cuando a la demandante se le escapaba algún tuteo al juez fruto del nerviosismo. ¿Con respeto y educación? Y la de Carretero, obligado a dar ejemplo a la ciudadanía, ¿Dónde estaba? 

“Dice que se sacó el miembro viril. ¿Sabe usted para qué? preguntaba el de la toga instructora a la presunta víctima. Y, ya puestos, ¿por qué no le dijo si sabía por qué Errejón se había sacado la polla en lugar del miembro viril? ¿o es que al hablar de hombres le gusta ser educado a su señoría y al hablar de mujeres, como cuando le preguntó si Errejón le había tocado las tetas, le costaba mucho decir los pechos? Y esto no lo digo con malicia y con ironía, sino porque apesta a misoginia.  

Lo que nunca entenderé es cómo la presunta víctima no se dio la vuelta y abandonó la sala, con o sin el permiso de Adolfo, el del 47, incluso a sabiendas de los posibles azotes judiciales que posteriormente le daría por irse sin su permiso desobedeciendo a la autoridad judicial porque, llegado un determinado momento, lo que se desprende del interrogatorio es que las palabras del juez encerraban la misma determinación babosa de quienes se dedican a decir guarrerías a las mujeres y disfrutan con ello. No quisiera pensar, o sí, que eso efectivamente fuera así, pero desde luego que, escuchando a este individuo, con licencia para humillar, uno se imagina que debajo de la toga estaba más empalmado que el propio Errejón la noche de autos. Y si fuera así daría asco. Espero que no.

A lo mejor el problema del juez es el mismo que el que Errejón manifestó en su carta de despedida de la política: “La subjetividad tóxica que en el caso de los hombres el patriarcado multiplica, con compañeros y compañeras de trabajo, con compañeros y compañeras de organización, con relaciones afectivas e incluso con uno mismo”. La subjetividad tóxica que el patriarcado multiplica en los hombres. No tiene jeta ni nada el politicastro. 

Hay una sección en los servicios secretos llamada “Control de togas”, según manifestó el comisario Villarejo en una comisión de investigación en sede parlamentaria, a partir de la cual se controla a jueces y fiscales que tengan una determinada deriva personal. Ignoro absolutamente si el del 47 será uno de los objetivos maniqueos de este otro engendro estatal denominado servicios de inteligencia, pero lo que sí tengo claro es que si se diera el hecho de que el juez Carretero pasara a los anales de la historia jurídica de este país (qué mal suena esto de “anales”) debería hacerlo, sin género de duda, de la mano de quienes, en calidad de cómplices, le permiten que su soberbia humillante tenga el mismo poder que el mazo de esa justicia con el que pide silencio en la sala. Vergüenza ajena, juez Carretero. Esta es mi opinión, ahora vas y lo cascas esgrimiendo un honor que para los demás no reconoces.