lunes, 27 de diciembre de 2021

Vivir y seguir viviendo

 

Por Javier Bleda

 

En un fragmento de “El barco ebrio” (Le bateau ivre para quienes dominen el francés, me refiero a la lengua francesa), del poeta francés Arthur Rimbaud, se puede leer lo siguiente:

He visto fermentar las enormes lagunas

en cuyas espadañas se pudre un Leviatán.

Y he visto, con bonanza, desplomándose algunas

cataratas remotas que a los abismos van…”.

Los que ya vamos teniendo una edad como para, según indica la tradición educativa social, se nos tome algo en serio como personas mayores, hemos visto muchas cosas, algunas de ellas verdaderamente increíbles que, como en el poema de Rimbaud, hacen que nuestra vida se conforme como un libro de relatos de lo vivido.

Por supuesto, haber vivido mucho no implica necesariamente que nuestra experiencia sea incuestionable, de hecho yo conozco personas mucho mayores que yo que son profundamente estúpidas, pero sí que nos capacita, aunque sea de manera subrepticia a los ojos de los demás, para pensar con demasiada ligereza que, después de lo que hemos pasado, ya hay pocas cosas que ver que nos puedan sorprender.

Esto, lo de pensarse como un conocimiento enciclopédico único asignado a nuestra inteligencia como si fuera el número de documento nacional de identidad, que también parece único, nos puede llevar por caminos en los que la creencia ególatra personal nos impida seguir viendo los árboles del bosque a pesar del bosque y de los árboles, o la Luna en lugar del dedo que la señala y de la propia Luna.

Toda esta introducción viene a colación de las muchas sensaciones extrañas que tengo cuando personas de mi entorno, o de entornos de galaxias aledañas, me cuentan sus pesares en modo un tanto pesimista y cuando, pobre iluso de mí, intento rescatarlos de su juego peligroso con la depresión, como quien juega con la muerte en la ruleta rusa, casi siempre me responden lo mismo…  ya he vivido mucho, ya he visto muchas cosas, ya he aprendido todo lo que tenía que aprender, ya tengo demasiada experiencia como para saber que no puedo hacer nada.

Esto, créanme, es casi tan contagioso como el Covid, y si uno no lleva puesta la mascarilla mental más pronto que tarde se puede ver infectado por la tristeza que emanan quienes, precisamente por saber de leviatanes, ahora pretenden afirmar que puede haber vida después de la muerte, pero no vida en propia vida una vez que se ha sido tocado por el pesimismo experiencial, esto es, el pesimismo que llega cuando uno cree que ya sabe todo lo que hay que saber.

Llegados a este punto, puede haber quien considere que hay situaciones que resultan difíciles de superar y que, con la edad, y sabiendo lo que se sabe, esa dificultad se acrecienta. Vale, me parece bien que se tenga esa creencia, pero entonces, si es que eso es así, propongo que todas esas personas que no quieren salir del pozo porque “saben” que no pueden hacer nada, al menos dejen de plantear su historia como un problema, y si es que no pueden reprimir el deseo de contarlo pues que escriban un libro y lo pongan a la venta, pero que a mí no me vengan con su historia interminable porque yo, aunque no lo parezca, también soy persona, me preocupo por ellos, por ellas, e incluso por elles, y me lío a dar consejos de manera desaforada como si me hubiera graduado un domingo en una escuela de psicoterapia porteña argentina. ¿Y quién me paga a mí la terapia para recomponer la cara de imbécil que se me queda cuando veo que he malgastado buena parte de mi tiempo, que podía haber dedicado a satisfacer amantes (ya saben, soy optimista), en intentar ayudar a quien no quiere ayuda porque ya ha vivido lo suficiente como para saber que hay cataratas remotas que van a los abismos?

Antes de que alguien, en nombre propio o de la libertad que le ofrecen las redes sociales, me pueda contestar que no debo bromear con los estados alterados de consciencia de las personas, advierto que no estoy en absoluto bromeando. Conozco personas que, salga el Sol por donde quiera, necesitan ayuda profesional, bien sea de un psicólogo, un psiquiatra o de una prostituta, porque ya se sabe que estas señoritas, o señoras, en ocasiones resultan ser tan eficaces como los colegiados. Conozco personas a las que, lamentablemente, la vida ha castigado de manera inmisericorde y se sienten absolutamente perdidas, incluso en ocasiones puede que piensen si merece la pena seguir llevando mascarilla, porque los muertos no la llevan. En este caso se trata de personas que, por circunstancias varias, no pueden obtener ayuda profesional y la vida se les complica, y siendo yo consciente de que me escuchan, posiblemente de poco puedan servirles mis palabras alentadoras, porque no son más que pensamientos de un vividor que no sabe lo que es no vivir.

Pero donde quiero ir a parar, con los que quiero cerrar este pensamiento de casi fin de año, es a esas personas que, como he mencionado antes de manera reiterada, me cuentan lo mal que están, y cuando intento ayudarles me dicen que no se puede hacer nada porque la vida les ha enseñado lo suficiente como para saber de la inutilidad de preconizar un esfuerzo que poco o nada aportaría a su estado. ¿Entonces pa qué me llamas? ¿Pa qué me escribes? ¿Pa qué me das por saco? Si ya sabes que, si hay que ir, se va, pero que ir pa ná es tontería, ¿pa qué vas?

Desgraciadamente para mí, nada más nacer, al verme llegar de culo, en el mismo paritorio fui diagnosticado de SDI (Síndrome de Depresión Inversa), cuyo síntoma principal es que cuantos más problemas tengo más cachondo me pongo. No piense nadie que esto es algo bueno, porque a lo largo de la vida he tenido muchos problemas, y los sigo teniendo como esa gente que nunca para de hacer máster para engordar su currículo. Sin embargo cada mañana, por influencia de mi síndrome, cuando empiezo a despertarme, sin posibilidad alguna de refrenar la situación, comienzo a reírme por dentro para no despertar a Petra, la muñeca de silicona que me regaló la Asociación de Maridos Vilipendiados para ver si dejaba en paz a sus mujeres. Y esa risa mental inevitable ya me acompaña todo el día a pesar de mis dolores (la edad es lo que tiene), a pesar de mis problemas infinitos, a pesar de ejercer de padre soltero en el tiempo de descuento del partido y, sobre todo, a pesar de mí mismo, que no es poca cosa. Insisto, no crean que esto es algo bueno, porque en la práctica es lo más parecido a estar en un velatorio y no poder contener la risa, viene a ser algo así como haber sido condenado a un optimismo perpetuo sin importar lo que a uno le pase. Por eso la única mujer que me puede realmente aguantar es la siliconada Petra, aunque nunca perderé la esperanza, porque yo también he lidiado con leviatanes, de que un día alguna llame a mi puerta y, parafraseando el título de la canción del genial Gilbert O’Sullivan, me diga: “Alone again”. Eso sí, a ser posible con certificado de menopausia (lo del pasaporte Covid me da igual,  porque con seis hijos creo que ya he cumplido mi cuota para el asentamiento de la humanidad como especie dominante)..

¡Menuda parrafada me he pegado para decir que si alguien pide ayuda, a mí o a quien sea, debe ser a partir de la disposición previa de querer aceptarla, porque todo lo demás es marear la perdiz para ni siquiera acabar cazándola!

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